La vida en familia no siempre produce felicidad ¡y eso es bueno!

En cada momento que vives con tu familia hay un trozo de cielo, una pepita de oro, un gozo para el alma.

Marilú Ochoa Méndez

Me parece increíble que Dios, el autor de la vida, el creador del mundo, el magnífico, el imponente, y todopoderoso, haya elegido a los hombres como guardianes de sus hermanos.  Mas aún, hizo a la mujer y al hombre como complemento.  En un acto muy arriesgado, nos concede a los adultos guiar, formar y atender pequeñas almas nobles y puras, ¡para llevarlas al cielo!

En mis diecisiete años de mamá, me he enfrentado más veces de las que quisiera a mi miseria personal. Encarno día tras día la frase de San Pablo: “hago el mal que quiero en lugar del bien que no quiero” (Rom 7: 19).  En mi familia, con los años, hemos acumulado momentos bellos, pero también grandes heridas, dolores, caídas.

¿Qué hay que hacer ante panoramas como estos? ¿Cuál es la solución? ¿resignación? ¿desánimo?, ¿resiliencia?, ¿esperanza?, ¿espíritu de lucha?

Este Dios poderoso que vino al mundo como un pequeño bebé desnudo en un pueblecito de Asia, sin cuna propia, y sometido a la hospitalidad de extraños, confía radicalmente en el hombre.  La locura de Su amor tiene mucho de pedagogía. 

Mi familia es imperfecta, mucho. Me ha costado, pero he aprendido a abrazar cada momento imperfecto, abandonándome en Dios y Su amor, a pesar de mi poca capacidad de mejorar, de amar, de perdonar y de pedir perdón, y creo que Dios “hace nuevas todas las cosas”, y que es loco, pero también es sabio, amoroso y fiel.

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Era feliz… y no lo sabía

Encontrar un hombre valioso y bueno que me amara y quisiera formar una familia conmigo, fue difícil. Era un logro gigante. ¡Me pidió que me casara con él!. Tuvimos el dinero, tiempo y valor de casarnos por la Iglesia, frente a nuestros amigos y familiares. ¡Fue un privilegio!

Sin embargo, antes y durante la boda, tuvimos conflictos, dolores qué superar y retos qué afrontar. Nada pudo opacar que ese día, nos dimos el “sí” ante Dios, e iniciamos la aventura más retadora de nuestras vidas.

A los 13 meses de casados, llegó mi primer bebé. Ese pequeño lloraba sin cansarse, necesitaba muchos abrazos, dormía poco, el proceso de lactancia fue complicado… ¡Pero teníamos un hijo! En mi país, México, sufren de infertilidad entre 4 y 5 millones de parejas, Éramos felices, pero a veces, entre el cansancio, nos ganaban el mal humor y la acritud.

Después, llegó mi segunda hija, cuando su hermano cumplió 11 meses. ¡Dos bebitos!. Fue pesado. Ella también lloraba mucho, y se enfermaban constantemente. Cada mes casi, tenían infecciones en vías respiratorias y vomitaban uno tras otro. ¡Fue complicado! Pero, la verdad, también fuimos felices. Miro las fotografías, y no me queda la menor duda.

El tercer pequeñito llegó cuando sus hermanos tenían 4 y 3 años respectivamente. A sus siete meses se enfermó, tuvimos que llevarlo al hospital durante 14 días, contando con más de 9 especialistas que no tenían idea de cómo ayudar a ese bebé inflamado y adolorido. Orábamos todos los días, y un 9 de junio, salimos del hospital, con un pequeñito sano. Fueron unos meses terribles, pero ¿podría quejarme? Tuvimos oportunidad de llevarlo al hospital, de pagar las cuentas, y de salir con vida de ahí. ¿Cuántos padres entran a un centro de salud con un hijo enfermo y salen directo al funeral?

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Mi cuarto pequeñito llegó en una etapa complicada. Nuestra economía se vino abajo, pero a Dios gracias, tuve un parto cuidado, seguro y saludable. Cuando mi cuarto hijo cumplió 11 meses, comenzó un proceso ansioso que lo hacía llorar interminablemente cada noche.  Estuvo así unos 4 meses, que superamos.  ¿Lo bueno? Los mayores ayudaban mucho, salió a relucir su ternura y cuidado para con los chicos. Seguíamos con una economía complicada, pero llenos de bendiciones y sí, éramos felices.

Mi quinta hija (segunda mujer), nació después. Su hermana mayor se la pidió a Dios, ¡porque Él solo le mandaba hermanos! Y es una bendición desde entonces. Una bendición inquieta, retadora, difícil de serenar. Sin embargo, es una niña con un corazón de oro y una gran ternura. La situación económica seguía complicada, pero con la casa llena, y siempre ocupados atendiendo vocecitas alegres e insistentes, era muy satisfactorio. Estábamos agotados, pero también felices.

Poco después recibimos un nuevo bebito. Seguíamos en tiempo de “vacas flacas”, pero nunca nos faltó qué comer. Dios nos bendijo con amigos y benefactores. Este niño listo y de ojos grandes, es serio y auténtico. Profundo y juguetón. ¡Una gozada!. En esta etapa también puedo afirmar, sin dudas: éramos felices.

En plena pandemia, con el mundo en pausa, sin trabajo, recibimos a nuestro último bebé. La mano de Dios también dejó ver Su amor, pues -de nuevo- no nos faltó nada. Este bebito saltarín que ahora tiene ya tres años, además de llenar nuestra casa de ruido, travesuras y relajo, ¡nos hace muy felices!

 La felicidad ¿se busca?

Miguel D’Ors, poeta español, escribió hace algunos años que la felicidad consiste en no ser feliz y que no te importe“.(El misterio de la Felicidad, Antología Poética, 2009).

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No importa no ser felices, porque nos concentramos en vivir, en recomenzar, en asumir los retos propios del día a día.  En cada momento retador que hemos vivido, tal vez no hemos sentido la Felicidad acartonada, de folleto, rosa.  Ha habido momentos plenos, dulces, inspiradores, mágicos.  Ha habido momentos duros, de sufrimiento, de inquietud.

Pero, como dice el refrán mexicano: “lo bailado, nadie nos lo quita”.  Hemos vivido aventuras, tenemos el regalo de siete pequeñitos fruto del amor de nuestro matrimonio, y en cada uno de esos ojos, hay Esperanza, y manos para construir un mundo mejor.  Motivos para que su padre y yo nos levantemos y sigamos luchando a pesar de ser tan limitados.

Y entra la esperanza

Soy mucho más que la mamá impaciente que grita más de lo que debe.  Mi casa es mucho más que las paredes manchadas y juguetes debajo de la cama.

Mi esposo es mucho más que su cansancio y agotamiento.  Mis hijos son mucho más que sus habitaciones desordenadas y los juguetes debajo de la cama.

Dios sí sabe.  Él no mira mi imperfección, sino mi potencial.  Me uní a mi esposo porque en él encontré conexión, esperanza.  Tuve a mis hijos como un fruto precioso del amor intenso que sentía por mi marido.

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Pierdo enfoque, ¡pero quiero retomar!

Regresando a la frase de Miguel D’Ors: mi propósito de ser fiel, de abandonarme en Dios, de confiar en mi esposo, en mí misma, en mis hijos, puede convertirse en mi faro.

En lugar de mirar que mi adolescente me ignora, miro que lo tengo conmigo, que duerme en mi casa, que se acerca cuando me ve abrumada.

En lugar de pensar en mi aparente incapacidad de estar un día sin gritar a mis hijos, miro mis ganas de recomenzar, y mi esfuerzo por sobreponerme al cansancio.

En lugar de dolerme por mi familia imperfecta, la agradezco.  Agradezco que existen, que un día mi esposo y yo nos dimos el “sí”, y que nos lo seguimos dando, con todas nuestras fallas, cada día que seguimos juntos. 

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Hoy, somos felices, justo, porque no nos importa esa felicidad ilusoria.  Soy feliz porque tengo vida, mi esposo también, mis hijos corren a verme cuando abro la puerta de casa, y puedo tomar de la mano a mi imperfecta familia, con mi también imperfecta manera de amar, y no me importa.

Soy feliz, porque no me importa esa felicidad acartonada.  Quiero abrazar la felicidad de la duda, de la incertidumbre, del abandono.

No busques “ser feliz” fuera de lo que vives hoy con tu familia.  En cada momento que vives está un trozo de cielo, una pepita de oro, un gozo para el alma.  Que lo veamos tú y yo, siempre.

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Marilú Ochoa Méndez

Enamorada de la familia como espacio de crecimiento humano, maestra apasionada, orgullosa esposa, y madre de siete niños que alegran sus días. Ama leer, la buena música, y escribir, para compartir sus luchas y aprendizajes y crecer contigo.