Gracias Señor, porque no soy como aquellos pecadores

¿Desde dónde nos aceramos a Dios? ¿desde nuestra soberbia, o desde la humildad y la necesidad? ¿Oramos con amor o con soberbia?

Marilú Ochoa Méndez

Existe un refrán popular que reza: “El hábito no hace al monje”. Quiere decir, que parecer, no es ser. Podríamos complementarlo con otro que dice: “no todo lo que brilla es oro”.

Las apariencias, lo externo, lo que se ve, continuamente nos engolosina y atrapa, tomando a las personas, situaciones o expectativas desde fuera, desde lo que alcanzamos a percibir, evitándonos ir al fondo, y descubrir la verdadera riqueza en ellas.

Jesús, siempre celoso por entrar a nuestros corazones, contó a sus discípulos una parábola sobre dos hombres que oraban a Dios, eran un fariseo y un recolector de impuestos. “El fariseo puesto en pie, oraba para sí de esta manera: «Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: estafadores, injustos, adúlteros; ni aun como este recaudador de impuestos. Ayuno dos veces al mes, y pago el diezmo” (Lc 18, 11).

Este hombre, no oraba a Dios, se estaba justificando. No se acercaba al Señor para adorarlo, amarlo, servirlo, sino para regodearse en “sus” logros, su superioridad.

Este pobre fariseo, no saldría reconfortado tras presentarse ante Dios. Saldría inflamado de soberbia, listo para pisotear, maltratar a los “pecadores”. Arrasaría con ellos desde su posición superior, y poco a poco iría apagando su fe, pues “la fe sin obras, está muerta” (Sa 2, 14-17).

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Tú, ¿cómo oras?

Algunas personas, teniendo el regalo de la fe, notamos la grandeza de vivir con un propósito y un sentido. Disfrutamos saber que Dios nos ama y procura, y que añora nuestra presencia, nuestra respuesta, nuestro amor. En ocasiones, “ser cristianos” nos enorgullece, y nos distancia de nuestros hermanos, cuando debía ser lo contrario, debía ser aquello que nos conecte con otros, que nos invite a amar incondicionalmente, a perdonar “setenta veces siete”.

El sicólogo y escritor mexicano Mario Guzmán Sescosse, reflexionando ante eso en sus redes sociales, nos dice que es “peligroso creer que somos buenos, sin esforzarnos seriamente por conseguir serlo realmente“.

Ser cristiano es más que “creerse mucho”

Vivir una fe, nos hace destacar. Más en un mundo en el que se vive “a la carta”, pretendiendo que al tomar lo cómodo, conveniente, interesante de las culturas, costumbres o religiones “a nuestro modo y con nuestro interés”, podemos encontrar paz y serenidad, y reforzar nuestro sentido de trascendencia.

Vivir fervientemente una fe, entonces, nos destaca a cierta medida. Oramos, vamos a la Iglesia, estudiamos sobre nuestra fe. Pero eso no lo hacemos por ser buenos, sino justo, porque reconocemos que no lo somos.

¿Te sentirías muy orgulloso o con un tipo de superioridad moral porque tomas alimentos cada día? Suena absurdo, ¿cierto? Pues es una necesidad de tu organismo recibir nutrientes para su supervivencia. Lo mismo sucede con la oración, el estudio de la Biblia, la asistencia a misa o a escuchar la Palabra de Dios.

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Hay que ir a lo profundo

De esa misma manera, estar en el camino, procurar vivir más o menos cerca de Dios, es solo parte de una vida espiritual sana. A los que tenemos el regalo de la fe, nos falta aún sumergirnos y abandonarnos en el Señor. Nos falta atrevernos a dejarlo todo por Él.

Es que si nos quedamos atorados en el “soy bueno”, nos pasará como el joven rico, que se acercó a Jesús con la misma actitud del fariseo. Él preguntó: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para ganar la vida eterna?“(Mc 10, 17). Si te fijas en su pregunta, verás que su enfoque, es él mismo, lo que él desea conseguir. Desde ahí pregunta, y está preparado, porque cuando Cristo le dice que cumpla los mandamientos, él afirma que ya lo hace.

Entonces, Jesús le pide que lo deje todo. Que muestre su amor con obras, que se despegue de lo mundano, de lo que lo distrae del camino, y que se anime a ser todo de Dios, que deje que el fuego de Dios lo abrase, pero él se aleja triste, pues “tenía muchas riquezas“.

Es fácil quedar atrapados

El autocentrismo es hasta cierto punto natural. A fin de cuentas, la realidad, el mundo, se percibe desde quiénes somos. Pero el cristianismo, en sus bases más profundas, afirma que -si bien- el hombre tiene tendencias malas, y egoístas, “antes no era así”. En el Génesis, Dios marca claramente lo que el hombre debe hacer: es creado para henchir la tierra y someterla y para amar y obedecer a Dios.

C.S Lewis, gran escritor inglés del siglo pasado, nos regala una cita para removernos el corazón: “nadie sabe lo malo que es, hasta que se ha esforzado mucho por ser bueno“.

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Volver a Dios exige un movimiento real, exige salir de nuestros esquemas, nuestras prioridades, nuestros sentimientos, nuestros dolores, nuestros sueños, nuestras heridas. Seremos sabios si intentamos seriamente ser solo suyos. Él es el único que puede saciar nuestro corazón.

Soy miserable e indigno, pero Dios me colma

Dios es el “loco” más grande del mundo. Sin tener ninguna necesidad (solo porque está desbordado de amor), ha creado al hombre, lo ha perdonado infinidad de veces, ha muerto por nosotros… Y sigue apoyándonos a pesar de cerrarle la puerta en la cara constantemente.

Somos indignos de Su amor, de Su gracia, pero aún así Él se entrega por entero. La actitud del cristiano es reconocer que lo bueno que tenemos es siempre de Dios, y lo malo, es todo nuestro, pues estamos hechos de barro.

En el mundo de la Roma antigua, donde la esclavitud y el poder del más fuerte eran el pan de cada día, Jesús escandalizó con su propuesta de perdón, amor, y abandono. Hoy, desea seguir escandalizando: rompiéndonos los esquemas, invitándonos a dejar las máscaras y poses, para mirarlo en Su gloria, aprender a amar incondicional y generosamente y servir al hermano.

“Por sus frutos los conocerán”

¿Qué tan cerca estamos de Dios? Miremos nuestros frutos. ¿Somos amables?, ¿somos generosos?, ¿perdonamos “setenta veces siete” sin hacer caras?, ¿evitamos juzgar?, ¿somos caritativos?, ¿oramos a Dios, o más bien oramos desde nosotros, de forma egoísta?

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Un cristiano reconoce que no puede, que es incapaz, que es malo, pero con Dios, puede sortear todos los obstáculos, prejuicios. Dios puede cambiarnos el corazón, puede hacer que demos verdaderos frutos. Podemos pedírselo, parafraseando la bella canción de la banda de rock cristiano Sanctus Real, Confidence: “Dame una fe como la de Daniel en la jaula de los leones, dame esperanza como a Moisés en el desierto, dame un corazón como el de David, Señor, sé mi defensa para enfrentar mis gigantes con confianza“.

Dejémonos sacudir por Dios, animémonos a ir a lo profundo, a entregarnos por entero. No confiemos en nuestra propia bondad, como nos sugiere el Dr Guzmán Sescosse, pues podremos terminar “como fariseos, crucificando la verdad y a la verdadera bondad“.

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Marilú Ochoa Méndez

Enamorada de la familia como espacio de crecimiento humano, maestra apasionada, orgullosa esposa, y madre de siete niños que alegran sus días. Ama leer, la buena música, y escribir, para compartir sus luchas y aprendizajes y crecer contigo.