La fuente misma de placer y dolor. ¿Cómo afecta a tus hijos?

Estudios en orfanatos muestran que sin este elemento, los niños o no crecen, o se mueren. ¿Lo estás dando en dosis adecuadas a tus hijos?

Marta Martínez Aguirre

“No hay dolor más atroz que ser feliz” (cantaba Alfredo Zitarrosa en su milonga “Stefanie”).

El amor nos llena de placer, pero… cómo duele. Esta dupla amor-dolor la he visto a lo largo de mi experiencia como psicóloga, pero también como ser humano. La necesidad de sentirse amados y aceptados desde el nacimiento nos persigue, y si no se logra colmar acarrea múltiples consecuencias. ¿Se aspira al amor? ¿Se merece el amor? Es seguro que el amor no es para que el come más pinole.

El bebé es el ser más indefenso que hay sobre la tierra. Desde que nace necesita ser amado. No hay mayor vínculo de dependencia que ese. Para todo requiere que alguien esté ahí, a su lado. Así, la presencia amorosa del otro es un tema de vida o muerte. Si lo piensas un poco, puedes comprender el llanto infantil; el sentir que el otro no está para amarlo y satisfacer sus necesidades se convierte en una amenaza real. Entonces, el miedo se instala. Todos lo hemos sentido. La falta, la ausencia del otro nos amenaza a unos metros de la cuna y llegamos a la creencia mentirosa y equivocada de que el amor hay que merecerlo, y de que es necesario ser el niño o la niña bueno. Empezamos a creer que el amor viene con el juego de la bondad, y que de ese modo nuestros padres van a aprobar, a aceptar y a amarnos.

Comienza allí lo que yo llamo “el camino de Esaú”, investidos de esa falsa creencia de que el amor hay que conquistarlo. Esaú era el gemelo de Jacob, el que vendió su primogenitura por un guiso de lentejas. Parece que nunca tuvo suerte con la comida de olla. Cuando Isaac estaba cercano a su muerte le pidió a Esaú que le preparara un guisado. De modo que este salió a cazar un ciervo y al regresar con el guisado listo, se llevó una gran sorpresa.

Rebecca había escuchado las palabras de Isaac, “Quiero probarlo por última vez para bendecirte antes de que muera”. Decidida entonces a que Jacob recibiera la última bendición de Isaac, le dijo a Jacob, su hijo favorito, que ella misma prepararía la comida y que él la llevara a su padre. Jacob no era peludo, ni tenía el aroma de Esaú, pero Rebecca tramó un plan: Jacob se vistió con la ropa de su hermano y cubrió sus manos y hombros con piel de cabra. Ella le dio pan y un plato con estofado. Luego, ya sabes el resto de la historia.

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Cuando Esaú regresó de cazar se dirigió a la tienda de su padre con el guisado; pronto se dio cuenta, sin embargo, de lo que había sucedido. Su padre le dijo que había creído que era él, y cayó en cuenta que se había tratado de una trampa. Le rogó a su padre que lo bendijera y que le diera sus derechos. Isaac le señaló que lo bendeciría también, pero que sus bendiciones ya no serían tan grandes, y que no se podría repetir lo que había recibido su hermano en su lugar.

Lo que más me conmueve de esta historia es el grito desesperado y lleno de angustia de Esaú al enterarse de la trampa. “Y Esaú respondió a su padre: ¿No tienes más que una sola bendición, padre mío? Bendíceme también a mí, padre mío. Y alzó Esaú su voz, y lloró” (Gen. 27:38).

Uno aprende tanto de este relato. Esaú, “un hombre de pelo en el pecho” gritó y lloró, en reclamo de su bendición. Todos en gran parte, como Esaú, seguimos añorando la aprobación de nuestros padres, el reconocimiento de nuestros logros. Podríamos decir que desde el bebé que pide el pecho tibio y tierno al preescolar que sale corriendo del salón de clase con su dibujo, pasando por la adolescente que muestra feliz a sus padres sus calificaciones y hasta la mujer adulta que expresa en voz alta frente al nuevo logro, “Si los viejos me vieran”.

Si vives con la creencia de que el amor hay que ganarlo, estás haciendo de tus hijos unos futuros ganadores al premio emocional del año, “Co-dependientes afectivos”. Esaú vivió mucho tiempo resentido y lleno de odio, aferrado al dolor de sentirse no bendecido.

Para darle al mundo hijos plenos y sanos en lo emocional, bendice a tus hijos cada día:

Exprésales amor

Si lees el versículo 26 vas a observar qué importante es el contacto significativo entre padre e hijo. Isaac, creyendo que era Esaú, le dijo que lo besara, eso demuestra que era parte del modo de vincularse entre ellos. Es decir, no basta con sentir amor por tus hijos, también necesitan mimos.

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Transmite un mensaje poderoso sobre quienes son

El versículo 27 muestra una hermosa metáfora: Isaac reconocía el valor de su hijo. Dile a tu hijo el valor que tiene como persona, independientemente de que te haga rabiar o no; dile lo que significa en tu vida y que es una de las creaciones de Dios. Afirma su identidad al decirle que es especial. Si te fijas, lo que Isaac le decía era algo así como, “Cada día, cuando te veo, tengo ante mis ojos parte de la belleza que Dios ha puesto en el mundo”. Que tus palabras sean un retrato de lo que es.

Pronuncia palabras proféticas (vers. 28-29)

Exprésales palabras que sean parte de su propia creencia en cuanto a lo que van a lograr, “Tú serás una persona bondadosa”, “Tendrás lo que desees porque veo que te esfuerzas”, “No habrá puerta que se cierre ante tu fe y tu tenacidad”. Las palabras pueden ser puentes de confianza y seguridad en sus vidas. Comparte con tus hijos la visión profética que tienes sobre ellos; comparte tus deseos de que sean prósperos, buenas personas y firmes en sus convicciones.

Recuerda que tus palabras causan un impacto perenne; Proverbios 18:21 dice, “La muerte y la vida están en poder de la lengua”. La necesidad de ser bendecidos por los padres es universal y no caduca nunca, se originó en la cuna y continúa de generación en generación.

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Marta Martínez Aguirre

Marta Martínez es de Uruguay. Posee una licenciatura en Psicología, y un posgrado en Logoterapia. Ama todo lo que hace y adora servir. Es especialista en atención psicológica domiciliaria. Contacto: