Tú no puedes solucionar tus problemas, ¿sabes por qué?

Cristo nos ha trazado un camino seguro por el que podemos transitar de forma segura a través de la vida a pesar de los problemas, y además, alegres. ¿Quieres saber más?

Marilú Ochoa Méndez

En la vida familiar, hay días malos. Días en que los hijos no quieren cooperar, no se logra tener un diálogo armónico con la pareja y llega el desánimo. Además de esas situaciones cotidianas, entran el cansancio, la crisis económica, la salud deficiente, entre otras muchas causas.

No sé qué problema estés atravesando, pero quiero contarte algo que me ha ayudado enormemente a encarar los retos en mi vida. Ni tú ni yo, estamos llamados a solucionar nuestros problemas.

Así es. A veces nos sentimos superpoderosos, y nos exigimos como si lo fuéramos. El mal genio del hijo adolescente, aquel problema que te quita el sueño, tus fallas personales que generan un hueco en tu estómago. ¡No están ahí para que “las resuelvas”!

¿Entonces para qué, Señor?

La respuesta fácil es: para cambiarnos a nosotros mismos. Para mostrarnos nuestra miseria, nuestra pequeñez, la necesidad tan grande que tenemos de el Señor, que nos ha creado amorosamente para ser felices y estar con Él.

Y, no te agobies, la respuesta “buena” es siempre la fácil.

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Entonces, te preguntarás, ¿por qué siento que debo hacer algo?, ¿por qué a veces damos vueltas antes de dormir intentando resolver nuestra enmarañada vida? Porque se nos olvida que Jesús ya nos dejó clarísimo lo que desea que hagamos, pero nos gusta (volvemos a lo mismo), sentirnos poderosos, capaces y activamente constructores de nuestra realidad.

Entonces, ¿qué es lo que sí puedo o debo hacer?

Amar. Eso es lo que Jesús indica a los fariseos cuando le preguntan el mandamiento más grande, ¿recuerdas?: “Ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. Ahí está el asunto, a la vez liberador y arduo. Ahí está lo que sí podemos hacer diariamente, independiente de las vueltas de la vida, y de los problemas que nos agobien.

Pero, a pesar de que parece algo muy sencillo, algunos nos enfrentaremos a varias dudas cuando leamos esto. ¿Cómo puedo amar así a Dios? y ¿cómo amo al prójimo como Dios me lo pide?

El amor a Dios sobre todas las cosas

Este amor implica poner a nuestro Creador y Salvador por encima de todo. De mis aspiraciones, de mis sueños, de mis anhelos, de mis pesares, de mis agobios, de mis expectativas, de mis deseos, de la “bondad” del plan que yo tengo en lugar de el que Él permita.

Esto implica reconocer Su amor y Su protección aún a pesar de que “no haga lo que yo quiero”, o “lo que me parece mejor”.

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Lo más bello de todo esto (que, reconozcámoslo, es difícil), es que no es un simple vencernos porque Él es más fuerte, Él manda o Él gana, sino recostarnos en los brazos amorosos de un Padre.

La confianza del niño pequeño en el Padre, que -si puede- evitará cualquier dolor. Y si no puede, nos abrazará cálidamente junto a su fuerte corazón, es la que nos dará consuelo siempre.

Y la cosa no para ahí, ¡falta el amor a los demás!

Ese amor al “prójimo” como a mí mismo requiere hacer vida lo que Jesús nos cuenta en la parábola del buen samaritano. Te la recuerdo a continuación:

Un hombre había sido herido en el camino, y habían pasado junto a él judíos “rectos”, pero no se habían detenido. Pasó también un hombre de la región de Samaria, rechazado por los judíos, y considerado impío y sucio. Él, se acercó sin dudarlo a un semejante en problemas sin importarle el retraso, cansancio, gasto o problemas que pudiera causarle, y lo curó, llevándolo más tarde a una posada para que fuera atendido hasta sanar por completo.

El amor a nuestro prójimo como Cristo lo propone, es un amor incondicional, que siempre ve por el otro como un ser digno, como alguien merecedor de cuidados y afecto. Es un amor de quien no se toma personal los conflictos o preconcepciones, sino se entrega cuando hay necesidad.

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Pero, ¿y qué hago con mi problema?

Regresemos al problema (o problemas) que no nos dejan dormir, y nos hacen vivir ansiosos. ¿Qué hacer con ellos? Dejarlos en manos de Dios. No nos toca cambiar el corazón de nuestro hijo que no escucha, no nos toca “castigar con nuestro desprecio” al compañero de trabajo que nos ha hecho quedar mal. Nuestra labor es siempre confiar en Dios. No permitir que los problemas nos alejen de Sus brazos, ni disminuyan nuestra fe en Él.

Lo siguiente es, siempre y ante cualquier circunstancia, proponernos amar. Si no podemos, si nos duele mucho, siempre podemos orar, pedir a Dios que cambie nuestro corazón, que modifique nuestras ansias de “ganar”, “controlar”, “vencer”.

Cuando Dios no cambia nuestras circunstancias, es porque desea cambiarnos a nosotros. Dejemos de tratar de “solucionar”, dediquémonos a este camino que tan claramente nos ha sido trazado, y veremos cómo nuestro corazón encuentra la tan ansiada paz. ¡Dios te bendiga!

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Marilú Ochoa Méndez

Enamorada de la familia como espacio de crecimiento humano, maestra apasionada, orgullosa esposa, y madre de siete niños que alegran sus días. Ama leer, la buena música, y escribir, para compartir sus luchas y aprendizajes y crecer contigo.